EL GUARDIÁN
Desde tu patético trono, exclamabas una risa estruendosa, mientras la brisa acariciaba mi rostro con ternura, sabiendo que la locura había penetrado un día y roto las puertas de mi alcoba. Tu cuento relata cómo, una vez, miré fijamente tus ojos. En uno, encontré un colmillo afilado; en el otro, un hocico baboso y apestoso. Conforme caminabas y te paseabas, tu piel comenzaba a revelar su verdadera naturaleza.
Las horas pasaron, y cada una hablaba en su propio silencio. En voz baja, susurré: "Las horas tienen vida; solo un sabio puede descifrar el secreto que revelan en su silencio". Maravillado, contemplé la posibilidad de que un simple mortal pudiera ser testigo de tan profundo misterio.
El terror se volvió caprichoso en tu terreno. Enloqueciste tanto que los tuyos pagaron las consecuencias de tus acciones. Sangriento se tornó el camino que devoraste con tu maldad. De Oriente, una espada surgió y traspasó tu corazón. Caíste en medio de tu adversidad, gateando como un niño recién nacido en el vientre, buscando la ayuda del Creador, pero no la hallaste.
Tu dolor fue examinado y llevado ante la junta de los dioses, donde se decretó tu sentencia. Luego, cerraron el libro y ordenaron llevar a tu madre a la sala de operaciones. Allí, con precisión divina, le abrieron la enorme barriga y te extrajeron, arrojándote a la tierra, esa misma tierra que hoy pisan mis pies.
Ese día quedó grabado en mi memoria. Contemplé lo que había caído del cielo: un niño deformado. Sin embargo, te recogí, no por lástima, sino porque un ángel me ordenó llevarte a una cueva para que tu especie te alimentara. No pienses que fue tarea fácil. Tan pronto como te vi, quise sacar mi daga y rebanarte el cuello.
Tuve una pequeña discusión con el ángel, quien me dijo que no podía tocarte hasta el día de tu juicio. Le respondí cómo era posible que estos hijos del infierno pudieran causar tanto mal en la humanidad. El ángel replicó: "No es asunto tuyo lo que Dios decida en su hermosa sabiduría". Sin remedio, cumplí las órdenes que se me dieron.
Con el niño en mis brazos, me adentré en las entrañas de la montaña, siguiendo el camino indicado por el ángel. Cada paso resonaba en la oscuridad húmeda, y sentía el peso del mundo sobre mis hombros. Las paredes de la cueva susurraban antiguos secretos de épocas olvidadas, llenando el aire con una presencia eterna.
Llegamos a una cámara vasta y profunda, iluminada por fuegos espectrales que flotaban sin fuente aparente. Estalactitas y estalagmitas formaban figuras grotescas que parecían cobrar vida en la penumbra. Frente a mí, una figura se materializó. No era ángel ni demonio, sino algo intermedio, una entidad incomprensible guardiana de ese lugar sagrado y maldito.
—Has cumplido con tu deber, mortal, —dijo con una voz resonante y múltiple—. Déjalo aquí, y los de su especie se encargarán del resto.
Miré al niño deformado una última vez, conteniendo el desprecio mezclado con inesperada compasión. Lo deposité en el suelo de piedra fría y me giré para salir.
—Recuerda, —añadió la entidad—, aunque no sea tu lugar juzgar, ten presente que el bien y el mal están entrelazados en un destino superior que ni los dioses se atreven a cuestionar.
Regresé a la superficie, cegado momentáneamente por la luz del sol tras la oscuridad de la cueva. Mis manos temblaban y mi mente estaba confusa, meditando sobre las palabras de la entidad. ¿Podía realmente entender los decretos del destino o las maquinaciones divinas?
Los días pasaron, las visiones del niño perturbaban mis sueños. Vagaba por tierras devastadas, buscando sentido a lo presenciado. Un día, en llanuras arrasadas por la guerra, un grupo de seres similar a aquel niño surgió de las sombras. No eran completamente malvados ni completamente inocentes. Luchaban internamente, reflejando la dualidad del universo mismo.
Observar su lucha interna me dio nueva perspectiva. No eran simplemente hijos del infierno; encarnaban la eterna lucha entre luz y oscuridad en cada ser. Vi en su esfuerzo una chispa de humanidad, una capacidad de redención tal vez oculta en algún rincón del destino.
Esa noche, contemplando las estrellas desde mi humilde campamento, entendí que mi misión no había concluido. Mi propósito no era destruir, sino ser testigo, un guardián silencioso del equilibrio entre lo divino y lo infernal.
En los años siguientes, viajé por el mundo observando, aprendiendo y dando testimonio de las complejidades de la existencia. Supe que un día, cuando los dioses lo decidieran, volvería al lugar de mi comienzo. Cuando llegara ese día, estaría listo para enfrentar el juicio final, sabiendo que había cumplido mi parte en el gran tapiz del destino, uniendo las piezas del bien y el mal en una eterna danza cósmica.
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