SOFÍA LA GLOTONA


una copa de sangre

―La noche está fría y silenciosa. Lunaty parece pensar que las cuernudas están metidas en el bosque, no quieren salir de las cuevas; le tienen pavor a la nieve roja y aún más al barrigón que las caza para esclavizarlas en su lunático trineo ―.Venga querida Catrina, acompáñeme a la ventana y sentémonos a pintar este maravilloso cuadro. Extracto mental: observa bien cómo estiro y tiro mi mano para entonar dentro de tus bellos ojos azules.

―Lunaty, ¿tienes cualquier cosa para apuntar con precisión en esta pincelada?

―Eh, sí. ¿Cuándo empieza el curso de verano en el baño con la amiga?

―Vaya, muy buena pregunta, aunque no te pregunté ese enigma ―respondió el padre mientras dejaba escapar un leve sonrosado suspiro acompañado de una sonrisa infernal―. Me alegraré muchísimo de que crucemos nuestro subconsciente en esta pintura… Veamos qué nos espera, Lunaty, en nuestro depresivo destino con nuestra amiga, Catrina. A cuántos alcanzaré con este precioso pincel puntiagudo.

―No te muevas mucho, amada reina, que vas a experimentar sensaciones lunáticas en tu cabecita. ―aclaró Lunaty con emoción, mientras movía la silla que sostenía a la joven hacia la ventana―. Veamos cómo mi amado padre pinta su majestuoso cuadro.

La pobre joven estaba bañada de terror en la silla caliente y devastadora del gordo calvo barrigón. Una silla que usaba para sus víctimas; una silla que había sido creada por él mismo. Había hecho cuarenta y seis pequeños agujeros en su espaldar y ocho en su acolchado asiento de glúteos; de cada agujero saldrían unos enormes tornillos afilados, suficientes para sacarle el boleto al otro mundo. Esa era su asquerosa justicia. El pobre infeliz pensaba que por cada víctima se escaparía del apocalipsis que el mundo experimentaría. La joven de 18 años era la última en su supuesto sello de gracia, era la que le devolvería la inmortalidad a él y a su joven Lunaty.

 

―Observa, padre, qué radiante está la luna ―afirmó señalándola―. Está lista para darle el baño de luz a nuestra reina ―explicó mientras acomodaba el caballete.

Lunaty se acercó más a la ventana de cristal y se aferró a ella. Le tiró un beso a la luna y giró su cabeza hacia Catrina, mientras la joven contemplaba aquella risa demoníaca de Lunaty. En su mente, una y mil preguntas se cruzaban sin poder respondérselas. Para ella, era todo tan confuso, no creía que ese joven guapo de pelo rubio y ojos claros de tez blanca fuera un degenerado psicópata que le robó el corazón. Trató de centrarse en el loco de su novio y comenzó a hacer ruido con su boca, pero todo era inútil. Eso no era suficiente para competir con la canción de Jingle Bell que salía de la radio, la misma se repetía una y mil veces. Se sentía inútil con las correas que abrazaban todo su cuerpo; solo tenía libre sus ojos y esto era porque los degenerados pensaban que el alma saldría expulsada por sus ojos azules y volaría como ángel hasta la luna.

―Sabes, muñeca, eres la joven perfecta, la más hermosa que Lunaty me ha traído ―indicó el gordo arrugado pasando sus asquerosas manos por sus senos―. Si no fueras la llave para nuestra inmortalidad, te hubiera tomado de esposa y no a la desquiciada que está en el sótano.

 

El corazón de Catrina se había acelerado. Entendió que no era la única; quién sabe cuántas más secuestradas habitan en el sótano, mientras que sus ojos gritaban auxilio al sentir la mano áspera recorrer su pecho derecho. No cabía duda del asco que estos dos sujetos brindaban en aquella pequeña residencia al sur de California. El viejo se movió hacia una esquina donde estaba la chimenea y tomó de la pared una cruz y una manta roja y le gritó a Lunaty que la fiesta iba a empezar, que se diera prisa con los velones.

Lunaty no tardó en aparecer y se los entregó. Ambos se arrodillaron y el padre los encendió. Catrina era la anfitriona en ese momento amargo; los tenía al frente de sus pies, a ambos, con sus manos en el aire, hablando en lenguas desconocidas para ella. Sería de gran satisfacción poder soltarse y darles unas patadas, luego salir corriendo y tomar el hacha que adornaba la pared de la entrada y clavárselas en sus cabezas. Pero eso era completamente inútil; fue solo un pensamiento que pudo acariciar en un suspiro. Ella lo sabía en su carne, como la muerte le susurraba en la nuca, podía sentir su calor, ese vapor que se mete en los poros y llega hasta los huesos para convertirse en un frío helado.

 

Catrina pensaba en aquel juramento que le había hecho su padre, el cual nunca dejaría que viviera cualquier escena de terror. Para él, ella era su universo, era ese deseo de levantarse y conquistar la vida. Pero eso solamente fueron palabras que se pintaron de un corazón puro con un solo destello de amor. Su amado padre no podía cumplir lo dicho, estaba postrado en una cama luchando con otro devorador de almas aún mucho más perverso que estos dos: el “maldito cáncer”.

De repente, la puerta de la entrada se abrió y al espectáculo se unió una joven con una apariencia desgastada. Su cara, sucia y ensangrentada, señalaba lo mal que lo había pasado. Su traje roto dejaba ver un seno con su pezón quemado y en la parte del vientre le habían hecho un corte que dejaba su embarazo a la vista. Una cara feliz adornaba ese vientre, se la diseñaron con una navaja. Su cabello enredado y revuelto como el cuento de terror que se vivía en esa casa.

La joven jaló el hacha una, dos, tres y a la cuarta lo logró. Catrina miraba su pensamiento caminando; se le había hecho realidad la esperanza de salir con vida, de estar con su padre y juntos vencer al cáncer. Estaban en el hacha, en todo su resplandor. La joven de cabellera negra y piel morena se detuvo a observar la escena mientras su cuerpo se tambaleaba. Afirmó el hacha en el piso para usarla de bastón y luego dejó una pobre y alocada sonrisa. Catrina aterrizó en su esperanza, intentó profundizar en esa sonrisa y lo logró. El hacha salió disparada con gran fuerza y una perfección imparable, como si la hubiera arrojado un ángel o tal vez un demonio. Yo, el escritor, el verdadero pintor del arte, solo sé que se escuchan más voces que vienen del sótano. Solo sé que la cabeza de uno de los cuatro rodó por el suelo y luego pasó algo mucho más aterrador. Les confieso que hubo mucha sangre, como la que me bebo en esta copa frente a la chimenea. Aquí, frente a ese fuego, nacieron 13 lunas rojas. Salud para el que lo lea o lo escuche.