EL DISFRAZ
El inspector Javier Morales estaba sentado en su oficina; la penumbra lo envolvía con un abrigo pesado. Al fondo, una sombra se extendía más allá de su escritorio desordenado, donde las hojas de informes policiales se acumulaban. Morales miraba a través de la ventana, observando las gotas deslizarse por el cristal, como lágrimas de un mundo que parecía llorar junto con él.
—¿Cuándo terminará esta locura? —murmuró para sí mismo, mientras jugaba con el borde de su vaso de whisky.
En su pecho, una angustia creciente se apoderaba de él. Desde que había tomado el caso de la desaparición de la pequeña Laura, sus noches se habían vuelto un ciclo interminable de insomnio y desasosiego. Cada día se adentraba más en la oscuridad de una tragedia que se negaba a soltarlo.
—Inspector Morales, —dijo una voz temblorosa desde la puerta.
Era Clara, su asistente, una chica joven de rostro angelical que a menudo parecía sobrepasada por el peso del horror que rodeaba su trabajo. Su mirada reflejaba una mezcla de preocupación y miedo.
—¿Qué hay, Clara? —preguntó Morales, forzando una sonrisa ante el rostro lleno de inquietud de la chica.
—Ha vuelto a suceder. Otra llamada. Alguien dice que sabe dónde está Laura.
El color se drenó del rostro de Morales, y sus manos temblaron, sintiendo el peso de la información.
—¿Dónde?
La voz de Morales sonó más fuerte de lo que se sentía. En el fondo, una adrenalina feroz burbujeaba en sus venas, acompañada de un terror inconfundible. Clara tragó saliva, consciente del peso de sus palabras.
—Una casa, en el barrio antiguo. La llamada provino de un número desconocido y la persona no quiso identificarse —la joven vaciló, buscando el coraje para continuar—. Dijo que la niña estaba… — Su voz se quebró, y la angustia se reflejó en su rostro—. Dijo que estaba viva, pero... no por mucho tiempo.
Una punzada helada atravesó el corazón de Morales. La angustia de los padres de Laura resonaba en su cabeza, y la imagen de la pequeña sonriendo lo torturaba.
—Debemos ir. Ahora. —Se levantó abruptamente, dejando el vaso a medio llenar, un símbolo de la desesperación que comenzaba a consumirlo.
El camino hacia el barrio antiguo estaba empapado, la lluvia azotaba el parabrisas, dificultando su visión. Morales sentía que cada gota era un símbolo de su propia impotencia.
—¿Y si es una trampa? —murmuró Clara, su voz apenas audible sobre el rugido de la tormenta—. ¿Qué tal si no es de fiar?
—No tenemos tiempo para dudar —respondió Morales, apretando el volante con fuerza—. Si hay una posibilidad de que Laura esté viva, no puedo detenerme ahora. —Sus palabras reverberaban en el aire húmedo del coche, cargadas de intensidad. Pero en su interior, una creciente inquietud lo asedió.
Finalmente, visualizaron la casa. Era una estructura antigua, con paredes desgastadas y ventanas oscuras que parecían ojos vacíos. La lluvia seguía cayendo, como si el cielo intentara purificar el mundo de los demonios que lo habitaban. Morales se detuvo en la entrada, su corazón latía ferozmente en su pecho.
—¿Estás lista? —preguntó, volviéndose hacia Clara, que asintió, aunque su mirada estaba llena de dudas—. Vamos a hacer esto juntos.
Entraron a la casa, la puerta chirrió en un lamento y el aire era pesadamente denso, impregnado de un olor a humedad y moho. El suelo crujió bajo sus pies, el lugar mismo parecía estar vivo, reconociendo su presencia.
—Laura… ¿Estás aquí? —La voz de Morales resonó en la oscura entrada, pero el eco de sus palabras se perdió en el silencio, envolviéndolos en una atmósfera sombría.
Avanzaron de manera lenta y cautelosa.
—Escucha… —Clara se detuvo de repente, colocando su mano en el hombro de Morales, con sus ojos amplios y aterrados.
Morales contuvo la respiración. En la oscuridad, un leve susurro, un lamento que flotaba en el aire. Era un sonido casi imperceptible, pero la angustia en el rostro de Clara era suficiente para helar la sangre en sus venas.
—Laura... —llamó de nuevo, su voz temblorosa rompiendo el terror del ambiente.
El eco resonó en las paredes cubiertas de moho, llenando el lugar con un silencio denso y opresivo. Morales avanzó con cuidado, su corazón latía con fuerza. Los demonios se movían a su alrededor, iluminados por la luz de su linterna.
—¿Podrías…dejar de mover tanto la linterna? —La voz de Clara llegó a él en un tono bajo.
Morales se giró hacia ella, sus ojos reflejaban una lucha interna. Sin embargo, también notó lo que Clara había visto: a lo lejos, una luz intermitente provenía de una habitación al final del pasillo.
—Ahí, —indicó Morales.
Comenzaron a caminar hacia la fuente de luz, que palpitaba débilmente. A medida que avanzaban, el aire se volvía más frío y denso; la casa intentaba asfixiar su deseo de libertad.
Al llegar a la puerta, Morales la empujó suavemente. Lo que vieron dentro fue un espectáculo grotesco y sobrecogedor. Las paredes estaban cubiertas de dibujos extraños, símbolos que reflejaban un ritual oscuro y perturbador. En el centro de la habitación, un altar improvisado estaba lleno de muñecas rotas, gallinas desplumadas, y gatos sin vida, junto a velas quemadas.
—Esto no está bien, Morales…
Clara retrocedió, el terror dibujado en su rostro. Morales sintió que el estómago se le revolvía. Las imágenes de la niña desaparecida regresaron a su mente, y de repente, entendió que estaban ante un demonio del engaño, una trampa macabra.
—¡Laura! —gritó, su voz resonó con furia y desesperación, atravesando el silencio inquietante.
Un susurro respondió desde la esquina más oscura de la habitación, un eco distorsionado que hizo que los pelos de su nuca se erizaran.
—¿Por qué no me han matado?
La pregunta emergió como un viento gélido, lleno de dolor y sufrimiento. Morales y Clara se giraron lentamente y, en la penumbra, los ojos de la pequeña Laura brillaron con una luz febril. Estaba sentada en el suelo, rodeada de demonios, su rostro marcado por el miedo, la desolación y la soledad.
—Laura, soy yo, Javier Morales —dijo el inspector; sus palabras eran firmes, un ancla en medio de una tormenta.
—Estamos aquí para sacarte de este lugar. Todo va a estar bien —prometió Clara, aunque su voz temblaba; la desesperación era palpable.
Pero Laura no parecía escuchar, su mirada perdida se enfocaba en un rincón oscuro detrás de ellos.
—No quiero volver, no quiero volver a esa casa.
Su voz era un lamento, rasgado por el horror de su experiencia. Morales sintió que un peso inconmensurable caía sobre sus hombros. Esta niña, atrapada en su dolor, era un reflejo de su angustia compartida.
—Escucha, no estamos aquí para hacerte daño —dijo Morales, intentando controlar la creciente ansiedad en su pecho.
—Escucha, no estamos aquí para hacerte daño —dijo Morales, intentando controlar la creciente ansiedad en su pecho.
—Dinos quién te hizo esto, dónde están tus padres. Necesitamos que nos ayudes.
—¡No puedo, no puedo! —Laura gritó, cubriéndose el rostro con sus pequeñas manos—. Sus voces están aquí, me atrapan, y no sé cómo salir…
Clara dio un paso hacia la niña, su corazón se rompía al verla en ese estado.
—Laura, tienes que concentrarte. ¿Quiénes son ellos? ¿Qué quieren de nosotros? —Su voz temblaba, pero su firmeza era evidente.
De repente, la habitación se oscureció aún más. Un viento frío arremetió desde la ventana rota, enviando a Morales y Clara hacia atrás, y las muñecas en el altar comenzaron a moverse solas mientras un grito desgarrador llenó la habitación.
—¡No debieron entrar!
El grito resonó con tal fuerza que las paredes temblaron, y Morales sintió una ola de frío recorrer su espina dorsal. A su alrededor, la atmósfera se volvió aún más opresiva, como si la propia casa estuviera enojada por su presencia. Clara se aferró a la mano de Laura, tratando de brindarle consuelo en medio de ese caos.
—¡Laura, mantén la calma! Estamos aquí para ayudarte. Solo respira profundo —dijo Clara, intentando evitar que la niña cayera en el pánico total.
—¡No debieron entrar!
La voz resonó de nuevo, ahora cargada de un eco sobrenatural. Morales se giró hacia la esquina oscura de la habitación, el lugar de donde parecía emanar el sonido. Allí, una figura borrosa comenzó a materializarse, levantando un aire helado que los envolvía. Sus ojos eran dos pozos en la oscuridad, llenos de un odio que parecía traspasar el tiempo.
—¿Quién eres? —preguntó Morales, su voz firme a pesar del terror que le recorría el cuerpo.
La figura se deslizó hacia adelante, y Morales pudo ver una sonrisa retorcida que le heló la sangre.
—No importa quién soy, sino qué estoy dispuesto a hacer para proteger mi dominio —respondió la figura—. Esta niña pertenece a la casa. Intenta liberarla y sufrirás las consecuencias.
Laura comenzó a temblar, su rostro se cubrió de terror puro.
—¡No quiero estar aquí! ¡Ayúdame! —gritó, y Clara la abrazó con fuerza, intentando brindarle la protección que ella misma sentía que estaba a punto de desvanecerse.
—Lo siento, pequeña, lo siento tanto —susurró Clara, sintiendo la impotencia atraerla hacia la desesperación. Morales, con astucia, percibió que su única oportunidad era hacer que Laura se sintiera apoyada.
—Escucha, Laura —dijo, intentando que su voz sonara más segura—, la casa no puede retenerte si no lo permites. Eres más fuerte de lo que piensas. Tienes que concentrarte, visualiza un lugar donde te sientas segura.
La criatura en la esquina se agachó, riendo suavemente.
—¿Qué puedes ofrecerle, mortal? Esta casa es lo único que conoce; gracias a sus padres que me la entregaron. De pequeña, Laura es mi hija y nadie me la va a arrebatar.
Morales se quedó perturbado; no entendía lo de los padres de Laura. Él los había conocido aquella tarde cuando presentaron la denuncia de la desaparición de la pequeña.
—Laura, piensa en tu hogar, en tus amigos, en esos momentos felices. Deja que te envuelvan y usa esa fuerza para liberarte de este lugar.
Los ojos de Laura brillaron con una luz tenue roja mientras comenzaba a recordar.
—El jardín… las flores… mis muñecas… —musitó, aferrándose a aquellos recuerdos.
La figura se enfureció, avanzando un paso más, como si esa luz estuviera interfiriendo en su influencia.
—¡No puedes hacerlo, no puedes salir! —rugió, y las ventanas estallaron en fragmentos de cristal.
Clara cubrió a Laura con su propio cuerpo, y Morales sintió que su corazón latía con la urgencia de un llamado a la acción.
—¡Ahora, Laura! ¡Vamos! —gritó Morales, tomando la otra mano de la niña—. Juntos, ¡salgamos de aquí!
La casa se estremecía, sus cimientos temblaban. Clara, Morales y Laura corrían por el pasillo, sus pasos resonaban en las paredes, mientras los demonios rugían, sus gritos desquiciados llenando el aire con un terror palpable. Los demonios se apoderaron de Morales, y Clara, intentando aferrarse a su mano, sintió el frío de la desesperación; era inútil. La oscuridad lo arrastró hacia la habitación, donde lo sujetaron sobre la mesa de sacrificio.
Cuando al fin lograron escapar, Clara, embargada por la angustia, le dijo a Laura que debía regresar por su compañero.
—¡Ya es tarde!, —respondió Laura, su voz temblorosa mientras la casa comenzaba a arder. Sin más opciones, Clara subió a Laura en el carro, y ambas huyeron del lugar.
En el camino, los padres de Laura aparecieron a la orilla de la carretera. Clara los miró, pero en ese instante no los reconoció. Al volver la vista al retrovisor, una punzada de horror la atravesó: eran ellos. Cuando intentó regresar hacia ellos, ya no estaban. Se detuvo, confundida, mientras la desesperación la invadía.
—Es imposible, acabo de ver a los padres de Laura —pensó, sintiendo el miedo apoderarse de su mente.
Atrapada en su angustia, se agarró la cabeza y caminaba de un lado a otro, haciendo malabares entre su locura y la realidad. Regresó a conducir, y mientras lo hacía, miró por el retrovisor nuevamente. Allí estaban los padres de Laura, sentados en el asiento trasero. El terror se apoderó de ella. Frenó de golpe; el carro chirrió, las gomas dejando una marca en el asfalto. Se detuvo en un cruce y giró la cabeza, solo para encontrar los rostros desfigurados de los padres de Laura. Sus bocas estaban cosidas, sus frentes marcadas con la señal de la bestia. De sus ojos caían gusanos, y pequeñas serpientes emergían de sus orejas.
—¡Laura, sal del carro ahora! —gritó Clara, pero Laura, riéndose, le dijo—: Bienvenida al disfraz. No debiste entrar.
Una bocina ensordecedora de un camión hizo que su corazón se detuviera, pero ya era demasiado tarde. El camión, conducido por Morales, se abalanzó sobre ella. El impacto dejó el carro destrozado, Clara, respirando con dificultad, sentía la sangre brotar de su boca y su rostro desfigurado. En su último momento de vida, vio cómo Morales la sacaba del carro y la arrastraba por la calle. Al detenerse, se encontró con el mismo rostro torturado de Morales, igual que los padres de Laura.
—Todo era un disfraz; siempre había sido un disfraz y siempre lo será. —Murmuró Morales.
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