
LA SOBERBIA DE DON FEDERICO
Las palabras fluían de los labios de don Federico en un frenesí de emociones, mientras la tormenta violenta del amor no correspondido lo envolvía.
—Eres como una flor del tiempo, delicada y construida para un único universo —murmuró apasionadamente, su voz cargada de desesperación.
Amanda, su fiel confidente, intentaba en vano alentar sus esfuerzos por expresarse.
—Don Federico, debes intentarlo —le recordó suavemente, recordándole las palabras de su siquiatra. Sin embargo, el anciano, lleno de furia, respondió con amargura.
—Ese payaso solo existe para recetarme medicinas que me sumergen en un sueño sin fin.

La conversación continuó mientras Amanda, con determinación, se acercaba a la criada, quien se encontraba limpiando el mueble del televisor. Ella sabía que aquellos somníferos mantenían la calma en su inestable mundo. Pero don Federico no estaba dispuesto a aceptar esa realidad.
—¿Crees que disfruto de esta vida confinada en este sofá, durmiendo todo el día? —protestó con ira.

Con furioso arrebato, don Federico arrojó su libreta hacia el vacío, librando su frustración como una alocada tormenta. La criada, asustada, se refugió rápidamente en la cocina, sosteniendo su mano temblorosa sobre su pecho. Evitando discutir lo ocurrido, era consciente de que mantener silencio garantizaría la continuidad de su trabajo.
—¿Acaso quieres regresar a la oscuridad de donde te rescató mi amada María? —rugió don Federico, luchando por ponerse de pie y llamando repetidamente a Amanda sin respuesta. Mientras, ella permanecía en silencio en la cocina junto a la criada, sabiendo que el silencio era su mejor estrategia para sobrevivir en aquel torbellino emocional.

En un acto desesperado, don Federico dirigió su furia hacia las gavetas de la cocina. Con el rostro desencajado, observó su vasta colección de cuchillos y agarró uno de grandes dimensiones. Su dedo rozó el afilado filo mientras unos oscuros pensamientos invadían su mente. Sin mediar palabra, se cortó el brazo izquierdo, las lágrimas brotando de sus ojos.
—¿Por qué, Amanda? ¿Por qué me haces esto? —clamó dolorosamente antes de continuar su macabra danza por toda la planta baja.
El jardín trasero, testigo silente de la tragedia que se gestaba, parecía anticipar el fatídico desenlace. En un último intento de supervivencia, Amanda buscó refugio en aquel oasis de tranquilidad. Sin embargo, sus pasos tropezaron con una enredadera traicionera y cayó al suelo, incapaz de escapar a su inminente destino.

El tiempo se retorcía en un laberinto distorsionado cuando don Federico se acercaba implacablemente a ella, cuchillo en mano. Desafiante, Amanda suplicó con voz temblorosa: —Por favor, don Federico, soy leal a usted y a esta familia. No tengo intención de hacerle daño.
Pero todo fue en vano. Empapado en un torbellino de ira y caos, don Federico se abalanzó sobre ella, el cuchillo centelleando peligrosamente en el aire. Un grito desgarrador se escapó de los labios de Amanda, manchando la noche de tragedia. La vida se desvaneció lentamente de su cuerpo mientras el jardín se teñía de rojo.

La criada, testigo impotente desde la ventana de la cocina, llamó rápidamente a la policía. Cuando llegaron, encontraron a don Federico arrodillado entre los destrozados fragmentos de un antiguo amor, sus lágrimas mezcladas con la sangre de su trágico acto.
La mansión, ahora envuelta en un aura de oscuridad, se convirtió en el escenario de una siniestra tragedia. Don Federico fue recluido en un psiquiátrico, prisionero de su propia locura y arrastrado por los demonios de su mente. Amanda, una víctima inocente en esta telaraña de emociones retorcidas, fue recordada por sus vecinos como una víctima de la tragedia que asoló aquella casa ancestral.
