
SOLO UN HOMBRE FUERTE
Caminaba lentamente, reflexionando sobre cómo sería el mundo si Jesús gobernara. Como solía ocurrirle, una sonrisa traviesa surcó sus labios, una expresión que no pasó desapercibida para un joven que cruzaba por su camino. Ella era una hermosa rubia de ojos verdes y piel clara. El joven, un trigueño de 17 años, se detuvo, intrigado, y le preguntó:
— ¿Estás bien, amiga?
La rubia ignoró sus palabras y continuó caminando. El joven la siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista. Minutos después, el chirrido de unos neumáticos rompió el silencio. Alarmado, corrió hacia el origen del ruido y, al llegar, la encontró tirada en la calle, desatendida por todos.
Los días posteriores fueron un torbellino de pensamientos para el joven. Recordaba esa sonrisa angelical que lo había conmovido profundamente. No imaginaba vivir algo tan impactante y estaba seguro de que la joven tampoco esperaba que esa fuera su última sonrisa. Se preguntaba qué habría pensado en sus últimos momentos, qué plática habría sostenido por última vez, y qué habrían sido sus últimos momentos con sus padres. Pero una cosa era clara: su última sonrisa fue para él. Se lamentaba pensando: “Si tan solo se hubiera detenido a platicar conmigo, podría haber evitado su muerte”.
Un día, el joven se levantó y comenzó su rutina de ejercicio, haciendo jumping jacks y abdominales. Después de ducharse, encendió el televisor y prestó atención a las noticias, que reportaban el accidente de la joven rubia. El reportero informó:
—La hija de William Scott ha sido arrollada por un conductor ebrio que viajaba a alta velocidad a eso de las 10:30 de la mañana.
La policía de Nueva Orleans busca un Mercedes rojo de cuatro puertas, visto en una gasolinera donde se reportó una discusión minutos antes del accidente. Según testigos, el conductor, un hombre de aproximadamente 40 años, apenas se sostenía en pie. La policía vincula el trágico accidente con la disputa en la gasolinera, aunque el sospechoso aún no ha sido encontrado…
—¡Madre! —gritó el joven repetidamente.
Sin recibir respuesta, salió de su habitación y se dirigió al jardín, donde encontró a su madre, una mujer de 55 años, agachada regando unas semillas.
—¡Madre, ya sé quién era su padre! —exclamó con ansias.
La madre, sobresaltada por el grito repentino de su hijo, lo miró sorprendida.
—Ay, madre, perdóname. Pero su padre es William Scott, el pastor.
La mujer abrió los ojos con sorpresa y respondió:
—¿El pastor de la iglesia en la esquina, con los leones en la entrada?
— Sí, madre, esa misma —afirmó el joven.
— Pobre pastor, debe estar destrozado.
— Sí, eso pienso también.
—No entiendo cómo Dios permitió que ocurriera una tragedia así. Por eso, hijo, es que no voy a la iglesia. Al final, si está destinado, ni Dios puede evitar un mal suceso.
—Ay, madre, ¿sabes lo que pienso? Creo que ese pastor es un falso profeta.
—Niño, no digas tonterías. Será un falso maestro.
—Bueno, madre, como sea. Falso es falso, ¿o no?
—Eso creo, hijo. Eso creo… Más bien, ¿por qué no vuelves a tu habitación y me dejas trabajar en el jardín en paz? Que Dios te acompañe, hijo.
Días después, llevaron a la hermosa rubia a la iglesia de su padre para su última despedida. El lugar, que había sido su hogar espiritual, ahora se convertía en el escenario de una dolorosa despedida. La iglesia, donada por el gobierno de Nueva Orleans a William Scott por mandato divino, había sido una bendición para la familia. Nunca imaginaron la tragedia que se avecinaba.
La tormenta azotó sus vidas, amenazando con destrozar el poderoso ministerio de William Scott. En el momento del accidente, William y su esposa estaban ayudando a prostitutas y adictos en las calles de Nueva Orleans, entregando comida a los hambrientos y realizando diversas obras benéficas. Su ministerio había bendecido tanto a la ciudad que muchas iglesias se unieron para continuar la obra de Dios encomendada a William.
El joven, al pasar frente a la iglesia, vio a la multitud cargando el ataúd. Impulsivamente, pidió al conductor del autobús que se detuviera y corrió hacia la iglesia. Se mezcló entre la multitud y encontró asiento en uno de los bancos. Observaba a su alrededor; la atmósfera estaba impregnada de dolor, con personas secándose las lágrimas con pañuelos. De repente, comenzaron a sonar trompetas similares a las usadas en Israel para convocar al pueblo a orar. Luego, una orquesta de jóvenes tocó música angelical, incrementando la emotividad y los llantos.
Incapaz de soportar tanto sufrimiento, el joven se acercó a la primera fila, sentándose junto a un hombre paralítico y sin una pierna. El hombre, de unos 50 años, parecía insensible al dolor circundante. Ante la mirada curiosa del joven, el hombre le preguntó con voz profunda:
—¿Eras amigo de ella?
—No, pero creo que fui el último en ver su hermosa sonrisa. ¿Y usted, la conocía? —respondió el joven.
El hombre tomó unos segundos antes de que su semblante se quebrantara y comenzaran a brotar lágrimas de sus ojos, acompañadas de palabras de gratitud.
—Gracias a ella, mi familia y yo hoy disfrutamos de la bendición de Dios. Soy una persona nueva, aunque sin una pierna —bromeó antes de guardar silencio y prestar atención al pastor William Scott, quien comenzó a hablar.
—Durante años he enfrentado muchas pruebas, pero ninguna de esta magnitud —dijo el pastor entre lágrimas—. Seguramente el infierno celebró cuando ocurrió la tragedia, pensando que finalmente me callarían y me alejarían de la roca. Hoy estoy destrozado y sin fuerzas. Cualquier padre que ama a sus hijos entenderá que no soy un superhéroe, sino una persona de carne y hueso, como todos ustedes.
Con esas palabras, un hombre corpulento y barbudo, de unos seis pies de altura, entró por las puertas y se dirigió al frente del ataúd. Muchas personas cercanas al pastor se levantaron para detenerlo, pero William Scott les hizo un gesto para que no lo hicieran. El hombre cayó al suelo, gritando con angustia y pidiendo perdón a Dios, confesando que solo intentaba salvar su vida.
William descendió del altar y se arrodilló junto al hombre, abrazándolo con fuerza y diciéndole que lo perdonaba en el nombre de Jesucristo, aclarando que no era nadie para condenarlo. Le pidió que aceptara al Señor como su único salvador, y el hombre, entre lágrimas, aceptó. Poco después, la policía llegó, le puso las esposas al hombre y se lo llevó.
William Scott no pudo continuar. Solo dio gracias a Dios por haber oído su petición. Para el joven, aquel espectáculo fue una revelación. No entendía cómo el pastor podía perdonar al asesino de su hija y pensaba, mientras regresaba a su casa: “Entonces mi madre y yo estábamos equivocados. William Scott es un verdadero siervo de Dios. Algún día me gustaría ser como él, aunque sin pasar por esa tragedia. ¡Viva Jesús, el Rey de Reyes, ¡el único y exclusivo salvador del mundo!”. Luego se dijo a sí mismo: “Oh por Dios, ¿estaré volviéndome loco? Y si es así, pues seré un loco fanático tuyo, Jesús”.