VIDA ROTA
En la imponente prisión estatal de Fairmount, las mañanas se presentaban con la monotonía gris habitual, un recordatorio constante de que el tiempo seguía su curso implacable sin importar la desesperación de aquellos confinados tras las rejas. Joshua Jones, con su cuerpo tatuado y marcado por cicatrices de vidas pasadas, se despertaba cada día con el mismo ritual: una mezcla de pesar, aceptación y una pizca de esperanza que se desvanecía rápidamente al recordar dónde se encontraba.
Joshua había nacido en Filadelfia y, desde joven, había sentido el rugido impetuoso de las calles. Su afiliación con los Cobras, el notorio club de motociclistas, había sido un escape, una forma de encontrar un lugar que, para su desgracia, lo llevó directamente a donde estaba ahora. Sus recuerdos de la vida anterior, llenos de adrenalina, velocidad y un constante choque con el peligro, se mezclaban con la imagen de Emma, su hija de ocho años. En aquellos días en los que el viento azotaba su cara mientras su motocicleta devoraba el asfalto, nunca imaginó que terminaría aquí, separado de la única persona que realmente importaba en su vida.
Cada mañana, el patio de la prisión se llenaba de una variedad de prisioneros, cada uno cargando con su propia cruz de culpa y remordimiento. Joshua se reunía con algunos de sus compañeros de los Cobras, hombres endurecidos por la vida exterior y el presente encarcelado. Estos encuentros eran uno de los pocos momentos en los que Joshua se permitía sentir algo parecido a la camaradería. A pesar de las circunstancias, había algo reconfortante en estar cerca de aquellos que compartían su historia.
—Ey, Jones, —llamó Mike desde el otro lado del patio de la prisión, destacándose entre la multitud de internos con su voz ronca, signo de una vida marcada por las largas noches en los bares y el humo interminable de cigarrillos. Mike, quien alguna vez fue una figura influyente entre los Cobras, ahora cargaba con el peso de su condena por tráfico de armas como si fuera una insignia—. ¿Has oído lo último de las calles? —preguntó, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y ansiedad.
Joshua, sentado en el rincón menos expuesto, negaba con la cabeza mientras encendía un cigarrillo, un ritual que había adoptado para calmarse en medio del caos que le rodeaba.
—Cada palabra que escucho aquí dentro se siente vacía y antigua —dijo, tomando una calada y dejando que el humo se disipara lentamente en el aire helado—. Solo hay una cosa cierta: somos nosotros, el mismo guion andante que se repite una y mil veces, pero con diferentes rostros. Cuéntame, ¿qué susurran estas paredes?
Mike se acercó, encogiéndose de hombros antes de hablar, intentando restar importancia, pero el mensaje era claro.
—La policía está aumentando la presión. Algunos de nuestros muchachos han sido arrestados esta semana. Están tratando de desmantelar a los Cobras —añadió con una mueca, como si el sabor amargo de las palabras fuera insoportable de tragar.
Joshua sintió una punzada de ansiedad, un familiar escalofrío recorriendo su espina dorsal. Aunque estaba encerrado, los Cobras seguían siendo una parte integral de su identidad, algo que ni siquiera el tiempo dentro de esas frías paredes podía cambiar.
—No es sorpresa —replicó, su voz, traicionando un tono que era más resignado que preocupado, mientras aplastaba el cigarrillo en el suelo—. Siempre supimos que esto iba a pasar. Pero no pueden atrapar a todos, ¿verdad? Algunos siempre se escapan —dijo—, mostrando una esperanza débil pero persistente brillando en sus ojos.
Rick, un veterano de las calles, se unió con pasos pesados. Sus ojos hundidos y oscuros, reflejo de noches consumidas por insomnio y el peso de errores pasados, parecían buscar consuelo en las conversaciones banales a su alrededor.
—Pero sabes lo que dicen de ti, Joshua, —comentó, midiendo sus palabras, aunque su tono era más fastidioso de lo que aparentaba. —Dicen que el accidente de tu mujer… bueno, que tú tuviste algo que ver.
La mención del accidente congeló el aire a su alrededor, y Joshua sintió como si un cubo de hielo se rompiera dentro de su pecho. Aunque trató de mantener su semblante fuerte, un ligero temblor traicionó su fachada.
—Es todo basura, estúpido —replicó con firmeza, su voz cortante, pero levemente temblorosa, reflejo de una herida interna que aún sangraba—. ¿Por qué pondría en peligro a Emma de esa forma?
Con un gesto de comprensión, Mike intentó suavizar el golpe recibido por Joshua, aunque sabían que en ese lugar la verdad y la mentira corrían juntas como dos caras de la misma moneda.
—Nadie lo cree aquí dentro, Joshua —dijo Mike, su voz baja y llena de camaradería—. Sabemos cómo son las calles. Las historias siempre cambian.
—Gracias, Mike —respondió Joshua—. Pero a mí me tiene sin cuidado lo que piensen aquí adentro solo me importa Emma. Cuando llegue el momento, ella sabrá la verdad.
Sus palabras eran apenas un intento de enmascarar el dolor que lo consumía por dentro. Sabía que, dentro de esas paredes, la verdad era una ilusión tan quebradiza como la lealtad que alguna vez habían compartido.
Sin embargo, el daño emocional ya estaba hecho. Joshua sentía como si un agujero negro, silencioso e implacable, estuviera devorando su interior. Emma, la luz que lo guiaba en medio de la oscuridad, seguía siendo la única razón por la que soportaba cada segundo de su sentencia. La idea de que ella algún día pudiera creer en él era su única paz en medio del caos de su vida rota.
—Emma me mantiene despierto por la noche, incluso más que ustedes dos pendejos —confesó, apagando su cigarrillo en la tierra—. El simple hecho de que pueda creer en mí algún día es lo único que me da paz.
Rick, atrayendo con la mirada las primeras gotas de una lluvia anunciada por las densas nubes grises sobre sus cabezas, asintió con algo de melancolía.
—Es lo mismo con mis hijos. No estoy seguro de lo que saben o sienten, pero como dice Mike, en las calles se dice de todo. A veces se pinta de rojo y otro descerebrado dice que es violeta. O sea, siempre tenemos las de ganar.
—No se trata de ganar, Rick. No seas ridículo. Se trata de tener tu conciencia limpia y en paz con tus seres queridos —espetó Mike, sus palabras llevando un peso que parecía haberse ganado con cada paso que había dado en el polvoriento pasillo de su vida.
—Bellas palabras, pero a mí me da igual. Al fin y al cabo, voy a morir aquí en este maldito agujero —contestó Rick, su voz entrelazada con una risa amarga que apenas escondía su desesperanza.
—Rick, lo último que se pierde en esta vida es la fe —aconsejó Joshua, sus palabras firmes como un ancla, pero la verdad resonaba en su interior con dudas persistentes.
—La fe es para la gente que sueña despierta y no quiere entender la realidad de este macabro mundo… Ey cabrones, ¿dónde estaba la fe de aquel hombre que tuve frente a mis pies arrodillado con mi revólver en su boca? Sus lágrimas, sus chillidos, y sus súplicas a Dios para que lo salvara… ninguna de ellas detuvo la bala que lo mandó al otro mundo —narró Rick, dejando que las palabras se filtraran en el silencio opresivo que les rodeaba, el mismo silencio que acompañaba sus pesadillas cada noche.
—Rick, todos los de nuestra banda somos criminales —insistió Mike—. Somos esa especie que el mundo vomita y desea día tras día no encontrarse de frente, pero hay algo seguro: esa gente allá afuera ahora mismo se siente un poco más segura sin nosotros.
—¿Crees que la mierda que hicimos allá afuera va a limpiar nuestra fe y al morir nos iremos al paraíso? Por favor, qué estupidez es esa —rebatió Rick, su voz llena de un escepticismo que había sido cincelado por años de desilusión.
—Ok, ya se acabó el tema —concluyó Joshua, cerrando la conversación con una determinación que pretendía contener las olas de desesperación que amenazaban con ahogarlo.
El ruido ambiente del patio continuó como una música de fondo ininterrumpida, el murmullo constante de los prisioneros mezclándose con el crujido de las suelas desgastadas sobre el pavimento. Joshua dejó que ese sonido lo arrullara, una sinfonía de monotonía que le permitía divagar en sus pensamientos, imaginando una vida en la que no estuviera entre esas paredes, en la que pudiera ver a Emma correr libre y ajena al legado manchado de su padre.
A medida que el día se deslizaba imperceptiblemente hacia la tarde, Joshua pasaba las horas inmerso en conversaciones, historias compartidas entre compañeros que buscaban algún tipo de redención en un mundo que parecía haberlos olvidado. Mientras las charlas fluían, también emergían sensaciones de nostalgia y arrepentimiento, como un hilo invisible que conectaba a cada hombre en ese lugar. Cada uno llevaba sus propios demonios, pero compartían un destino común, derivado de un camino que los había conducido hasta esa prisión.
—¿Recuerdas la noche en que hicimos aquel último recorrido? —preguntó Mike, su tono coloreado por un anhelo hacia esos días pasados, donde la adrenalina les servía de combustible—. Atravesamos el puente de Nueva York en un solo movimiento. Pensé que estábamos volando.
—Y te felicito, pensaste —replicó Rick, su voz empapada en ironía—. Mira dónde estamos metidos ahora. Te recuerdo la gran estupidez que cometimos al seguir tu trasero a Nueva York y darle de baja al gordo en pleno centro comercial —añadió, sus palabras llenas de reproche e impotencia.
Joshua sonrió con melancolía.
Luego miró a Mike, su mirada oscura y cargada con el peso de decisiones pasadas que le atormentaban hasta el día de hoy. En ese momento, recordó a Emma, y la distancia que lo separaba de ella pesaba más que cualquier cadena que pudiera llevar. Deseó por un instante liberar su furia sobre Mike, pero sabía que esa acción solo facilitaría a su compañero escapar de la vida de condena que les aguardaba detrás de esas paredes.
—Por favor, no me vengas con eso ahora —dijo Mike, su voz como un eco de justificación y frustración—. Ustedes saben que ya teníamos a las tres letras detrás del trasero. Además, esa vuelta del gordo se suponía que saliera perfecta como las anteriores. No es culpa mía que Doni se haya virado y nos haya entregado para salvar su propio pellejo.
—¡Maldito Doni, siempre nos engañó! Se burló de nosotros y nos dejó sin nada —dijo Joshua, una llama de ira brillando en sus ojos—. Pero si puedo garantizarles algo, muchachos: cuando pase el juicio y me condenen oficialmente, tomaré cartas en el asunto —declaró, su voz vibrante de una resolución que ardía en su interior, como un fuego insaciable alimentado por las promesas rotas de Doni.
Las horas pasaron, y al finalizar el tiempo de recreo, los prisioneros fueron escoltados de regreso a sus celdas. Durante la caminata de regreso, Joshua sintió el frío zumbido del acero, rodeándolo una vez más. Las puertas se cerraron con un eco metálico que resonó por los pasillos, una melodía que, de una forma siniestra, a él le parecía haber aprendido a tolerar.
De vuelta en su celda, Joshua encontró un instante de soledad para reflexionar sobre lo que significaba esta vida tras las rejas. Poco a poco, las sombras ya familiares lo envolvieron, volviendo a convertir sus pensamientos en un remolino oscuro. El año trascurría silencioso y sin cambios, su única medida del tiempo era el crecimiento de Emma que imaginaba desde la distancia.
Ese crecimiento, que debía haber sido testigo cercano, ahora solo lo podía observar difusamente. Emma vivía con su abuela, con conexiones esporádicas en forma de cartas y llamadas telefónicas que rara vez se alineaban con sus emociones. La creciente brecha entre ellos lo desesperaba, y deseaba con cada fibra de su ser explicar a Emma lo mucho que significaba para él, aunque estaba lejos.
Recordando la imagen de su hija, se aferró a los recuerdos de sus risas y los escasos momentos de amor puro que había experimentado como padre. Este pensamiento era su única luz en medio de una existencia llena de oscuridad.
Mientras el día llegaba a su fin, Joshua comprendió que su vida iba a seguir siendo una lucha interna entre lo que había sido y lo que nunca podría corregir. En la prisión, la noción de tiempo parecía ridícula, casi ficticia, cuando confrontaba la aplastante verdad del peso de sus acciones.
Joshua se recostó en la cama, contemplando el vacío del techo de su celda. Pensaba en cómo esas paredes formaban una frontera física entre él y el mundo que nunca dejó de girar. La prisión era tanto un castigo como una forma de protegerlo de la brutalidad exterior, una dualidad extraña que nunca dejó de inquietar su mente.
Esa noche, mientras el eco remoto del cierre de las puertas recorría la prisión, Joshua reposó finalmente en una paz efímera, sabiendo que, aunque no había resoluciones, había encontrado su propia verdad silente. En esta búsqueda de redención que nunca podría ser alcanzada, encontró una especie de consuelo al aceptar su destino con la esperanza de que Emma podría vivir sin repetir los errores de él.
Esta comprensión, tan escurridiza, fue el único cierre de paz que logró encontrar entre las murallas de una vida quebrada. Mientras los sueños regresaban, con sus colores estridentes y giros oscuros, Joshua dejó que su mente vagara una vez más hacia el simple deseo de que, cuando Emma pensara en él, lo hiciera como un hombre que la amó profundamente, más allá de sus propios fracasos.
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