Entre muertos y vivos

El silencio era denso, entrecortado solo por el solitario goteo de un grifo herrumbroso que marcaba el tiempo como un metrónomo macabro. A la distancia, el susurro del viento que se colaba a través de las grietas de la estructura semiderruida hablaba de un mundo descompuesto. Ethan, solo y atrapado, medía el espacio de su prisión que lo llevaba de vuelta a su punto de partida. Era una realidad imperfecta que él había experimentado. Ese espacio, confinado y opresivo, no solo contenía su cuerpo, sino que también cercaba lo que quedaba de su humanidad.

Había sido un hombre con sueños y esperanzas, pero todo eso parecía una humedad lejana que la luz tenue no alcanzaba a iluminar. Ahora se preguntaba cómo había llegado a estar allí, quién lo había encerrado y por qué. Las respuestas siempre se le escapaban, burlonas y crueles, dejándolo solo con sus propias preguntas, repetitivas y sangrantes. El tiempo había perdido su significado. ¿Habían pasado tres décadas desde que el mundo se había venido abajo o tal vez solo diez años?

Todo colapsó el día en que la enfermedad comenzó a propagarse. La enfermedad, que no era una simple plaga, fue la condena del mundo. El caos y la desesperación se habían apoderado de las calles, y él había sido reducido a un mero prisionero. Encerrado en la brutalidad del aislamiento, en un claustro que resonaba con la ausencia de otros ecos que no fueran el suyo, Ethan pudo ver cómo, cada día que pasaba, la esperanza se desgastaba hasta convertirse en polvo. El sonido de su voz que clamaba por ayuda solo encontraba respuestas en la revelación de su propia angustia.

No había luz en su confinamiento, salvo las breves ráfagas de iluminación producidas por su mente, alumbrando escenas de un tiempo pasado, destellos de una vida antes de la oscuridad. En el presente, el duro pan de ración seguía siendo devorado por aquellos zombis, deformes y grotescos, que se arrastraban sin prisa. Había caído en un abismo donde el cuerpo se había convertido solo en una cárcel secundaria, menos relevante que las paredes que lo rodeaban.

Las súplicas que dirigía al supuesto guardia eran gritos al vacío. “¡Guardia!’’ Alzaba su voz, esperando que, tal vez, una entidad con poder para liberarlo respondiera. El eco era un cruel recordatorio de que estaba condenado a la compañía de sus fantasmas.

Ethan se frotaba el rostro, sintiendo la dureza de la piel que había sobrevivido más allá de lo que la cordura permitía. Sus ojos querían cerrarse a la visión borrosa que la penumbra ofrendaba. Quería olvidar, pero a la vez estaba dividido entre permanecer en esa celda de brutalidad o abrirse a la amenazante realidad exterior, donde los infectados, esos no-muertos, acechaban.

No sabía qué era peor: la muerte segura afuera o la locura de la espera adentro. Pero detrás de esos muros había algo más, un peligro incluso mayor al que podía enfrentar en su celda. No recordaba exactamente su apariencia, solo aquellas bocas abiertas, los ojos inyectados de rabia y cuerpos tambaleándose, arrastrándose tras cualquier sonido de carne viva: las hordas de zombis que habían reclamado el mundo exterior.

Ansiaba escapar, fugarse de esa opresión, pero el miedo lo frenaba. El deseo de traspasar esa puerta, sentir el aire otra vez en sus pulmones, era abrumador, una pulsación constante en su ser. Pero ¿cómo hacerlo cuando la llave no estaba al alcance? ¿Quién era su invisible guardia? ¿Era simplemente el universo, que había sucumbido a una existencia sin esperanza?

“¡Guardia!’’, ladró una vez más, con la voz desgarrada, antes de caer de rodillas, derrotado por el eco que persistía en regresar con su mueca burlona. El “¡Dios, ayúdame, por favor!’’, resuena continuamente con él. Un goteo suena como el péndulo de un reloj que mide un tiempo que nunca llegará; mirarlo por última vez lo lleva a levantarse de nuevo.

Finalmente, la mente de Ethan se aquieta por un instante. Piensa en aquel hombre poderoso que se entregó por él en la cruz del calvario, y aquí se dio cuenta de que tan solo es polvo. Y que muy pronto ese sufrimiento pasará como el viento. Que lo desmantela todo bajo su poderío incomprensible. Entiende que el destino es el espejo de la cruz que cada uno carga en la espalda, y como hombres mortales que somos. Sabe que tiene que enfrentarlo. La realidad más clara en su pensamiento no puede estar. Sabe que no se van a abrir las puertas de los cielos para liberarlo.

Un último grito reverbera en la celda. “¡Guardia!’’, totalmente consciente de que quizás nunca obtenga respuesta, pero afirma a su espíritu con su última broma que, la próxima vez, podría bien salir a buscarla. Más allá de esas paredes hay una risa irónica y desgastada que se planta con firmeza en medio de la celda. Trata de agarrarla mientras su cuerpo se desploma y su alma se apodera de la llave que está dentro de su espíritu y va camino a la daga afilada de su destino.

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