GRANERO DE ORO

Tal vez me miras de frente y ves el tiempo pasar rápidamente en mis ojos. Ellos son claros y puros, tan cautivantes que cualquier poeta los elogiaría. Yo, el escritor, ayudo al campesino a construir su cabaña en mi laberinto. Soy como una navaja de doble filo, le susurro con voz baja mientras le advierto que no confío ni en mi propia sombra. Ambos sabemos que siempre digo la verdad y, en esta ocasión, me acerco a su cuerpo delgado y le susurro al oído, la calma a mi lado derecho y la justicia a mi izquierda. Él se ríe y continúa construyendo a mis espaldas. El tiempo avanza y dirijo mi mirada hacia la musa que me acompaña en este escenario marcado por el color rojo. Sus ojos tiernos penetran en los míos y puedo leer sus pensamientos. Bajo este hielo de sentimientos abstractos le digo: "tienes razón, la envidia ha consumido sus pocas neuronas". El campesino siempre lleva consigo un clavo para doblar, una mentira para clavar y una carta sucia para mostrar.

En ese momento, me adentro en mis pensamientos profundos y me transporto a sus nubes grises, mientras observo su maquiavélico pensamiento a través de sus aterradores ojos. El cínico pretende envenenar a mi media naranja, poniendo en su contra al sagitario. Ella es inofensiva y no tiene la astucia ni la malicia para ver la serpiente que él oculta en su interior. Dentro de él alberga a cientos de demonios, todos crueles. El tiempo pasa y el campesino no sabe nada, no percibe la amenaza que se encuentra en la puerta de su casa, vestida de novia y portando un arsenal de letras, cada una con diferentes colores, sabores y olores.

Desconozco cuáles serán las flores que depositará sobre su tumba. Sin embargo, el escritor se prepara para la batalla y entierra en tierra de nadie la bala de acero que lleva en su cintura. Resulta surrealista escucharla ladrar, son dieciséis en total, todas con la misma finura. La luna y las estrellas, bajo el oscuro cielo, son testigos de esta fiesta de plomo. "¿Lo ves? Soy un mago", le digo al vago mientras se retuerce en el suelo, asfixiado por su propia sangre, tan roja como mi justicia y tan feroz como el juicio de Dios. El campesino intenta desesperadamente aferrarse a mis pies y vuelvo a colocar mi nueve milímetros apuntándole, borrando sus sueños y ahuyentando a los cuervos que desean saquear mi granero de oro.

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